La Playa de
Los Pobres - El Carnaval de Chambacu
Por: Gustavo Calvo
A lo lejos de la playa, pasando por la India, y
cruzando el Puente de Chambacu, que ya en estos días no es ni sombra de la
tristeza y las penumbras que albergaba en los días de mis abuelos. En aquellos
venía una feria ambulante, que con el paso del tiempo termino cambiando en un
parque de atracciones ambulantes.
De pronto fue en 1993 la primera vez que fui, entre el
mestizaje y las luces de colores que hacían juego con el castillo de cartas que
tenía siglos en la ciudad, me dejaron boquiabierto.
Era imposible describir tal belleza rustica, la
entrada del carnaval con las orejas gigantes de gato y los ojos luminiscentes,
sentía que era transportado a un país de
maravillas. Era un micro-cosmos dentro de la ciudad, donde la pobreza
aleñada desaparecía por unos pocos metros, mientras nadie se alejara mas del
centro del parque.
No habían clases sociales, no habían diferencias,
todos disfrutaban por igual. No tan lejos, y más allá del caño aledaño, La Heroica le daba un encanto único al
parque, que parecía que la modernidad se iba a esfumar como una hojarasca.
La gente se veía tan feliz, como una felicidad que
durará un par de minutos subiendo y bajando por una montaña rusa algo
destartalada. Los gritos de pavor se oían hasta el parqueadero, era imposible
imaginarse si eran productos del terror por la altura ó porque el juego crujía
como una tostada que se le untaba miel y Nutella.
Por un segundo, la gente parecía una con las arenas
del tiempo, todos iban y venían de un lugar al otro, parecían niños que nunca
crecieron. Iban por la Tagada, hasta
el Super Loop. La casa encantada
parecía más un juego del escondite macabro, en donde las parejas iban a besarse
y quien sabe que mas iban hacer.
Un puesto de raspaos, no muy lejos de la salida estaba
presente. Un vendedor bastante bajo y moreno, le servía a diestra y siniestra a
todo él quien se le acercara. La sed era tremenda, porque aparte de todo la
humedad estaba en su punto máximo del verano y el calor por la electricidad que
ese sitio generaba era terrible. Sin importar la raza, el credo o la religión,
todo el mundo que asistía a la ciudad de
hierro terminaba oliendo a cebolla y a un grajo bastante pestilente.
Las tristezas se iban con Chambacu, y al final del mes
el parque se iba por igual. No quedaba ni sombra de lo que hubo, solo un par de
basuras y la recuperación de la vista al castillo
de barajas.
De pronto, en algún otro momento y en alguna otra
ciudad, otras personas estén disfrutando de la felicidad momentánea que nosotros
conocemos como El Carnaval de Chamabacu pero popularmente como La Ciudad de
Hierro.
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